Galileo Galilei (figura
16) nació en Pisa el 15 de febrero de 1564.[83]
Su padre, Vincenzo, era
músico, y su madre, Giulia Ammannati, era una ingeniosa, aunque algo
intolerante, mujer que no podía soportar la estupidez. En 1581, Galileo siguió
el consejo de su padre y se inscribió en la facultad de artes de la Universidad
de Pisa para estudiar medicina. Sin embargo, su interés por la medicina se
desvaneció al poco de empezar, en favor de la matemática. Así, durante las
vacaciones de verano de 1583, Galileo persuadió al matemático de la corte de
Toscana, Ostilio Ricci (1540-1603) para que hablase con su padre y le
convenciese de que el destino de Galileo era convertirse en matemático. La
cuestión quedó resuelta enseguida, y el entusiasta joven quedó absolutamente
maravillado por la obra de Arquímedes: «Aquellos que leen sus trabajos»,
escribió, «pueden darse perfecta cuenta de la inferioridad de las demás mentes
en comparación con la de Arquímedes, y de la escasa esperanza de poder hacer
descubrimientos similares a los que él efectuó».[84] Poco imaginaba
Galileo en aquel entonces que él mismo poseía una de esas raras mentes que no
eran inferiores a la del maestro griego. Inspirado por la leyenda de Arquímedes
y la corona del rey, Galileo publicó en 1586 un opúsculo titulado La pequeña balanza sobre una balanza
hidrostática de su invención. Más adelante volvió a citar a Arquímedes en una
conferencia sobre literatura en la Academia de Florencia, en la que comentaba
un tema poco corriente: la ubicación y tamaño del infierno en el poema épico de
Dante, Inferno.
En 1589, Galileo fue
designado titular de la cátedra de matemáticas de la Universidad de Pisa,
debido en parte a la enérgica recomendación de Christopher Clavius (1538-1612),
un respetado matemático y astrónomo de Roma a quien Galileo había visitado en
1587. La fama del joven matemático estaba en pleno auge. Galileo pasó los tres
años siguientes exponiendo sus primeras ideas sobre la teoría del movimiento.
Estos ensayos, estimulados por la obra de Arquímedes, contienen una combinación
fascinante de ideas interesantes y afirmaciones falsas. Por ejemplo, al tiempo
que establecía la pionera noción de que se pueden comprobar las teorías sobre
la caída de los cuerpos empleando un plano inclinado para que el movimiento sea
más lento, Galileo afirmaba incorrectamente que, al dejar caer un cuerpo de una
torre, «la madera se mueve más rápidamente que el plomo al principio de su
movimiento».[85]
Las tendencias y los
procesos mentales de Galileo durante esta etapa de su vida fueron parcialmente
deformadas por su primer biógrafo, Vincenzo Viviani (1622-1703). Viviani creó
la imagen popular de un estricto experimentalista terco y meticuloso, cuya
inspiración procedía exclusivamente de la atenta observación de los fenómenos
naturales.[86] En realidad, hasta su traslado a Padua en 1592, la
orientación y la metodología de Galileo eran principalmente matemáticas. Solía
apoyarse en «experimentos mentales» y en la descripción arquimediana del mundo
en términos de figuras geométricas sometidas a leyes matemáticas. En aquellos
días, su principal reproche a Aristóteles era que éste «no sólo ignoraba los
descubrimientos más profundos y abstrusos de la geometría, sino incluso los
principios más elementales de esta ciencia».[87] Galileo opinaba
también que Aristóteles se basaba en exceso en las experiencias sensoriales
«porque, a primera vista, ofrecen la apariencia de verdad». En su lugar,
Galileo proponía «emplear en todo momento el raciocinio en lugar de los
ejemplos (porque buscamos las causas de los efectos, y no es la experiencia la
que las revela)».
El padre de Galileo
murió en 1591, animando al joven, que debía convertirse en el sostén económico
de la familia, a que aceptase una plaza en Padua, donde su salario sería
triplicado. Los dieciocho años siguientes fueron los más dichosos en la vida de
Galileo. En Padua inició una prolongada relación con Marina Gamba, con quien
nunca se casó, pero que le dio tres hijos: Virginia, Livia y Vincenzo.[88]
El 4 de agosto de 1597,
Galileo dirigió una misiva al gran astrónomo alemán Johannes Kepler en la que
admitía que hacía mucho tiempo que «era copernicano», y agregaba que el modelo
heliocéntrico de Copérnico permitía dar explicación a diversos hechos naturales
que la doctrina geocéntrica era incapaz de explicar. Se lamentaba, no obstante,
del hecho de que Copérnico «hubiese sido ridiculizado y expulsado de la
escena». Esta carta marcó el inicio de la trascendental fisura entre Galileo y
la cosmología de Aristóteles. La astrofísica moderna empezaba a tomar forma.
El mensajero de los cielos
En la noche del 9 de octubre de 1604, los astrónomos de Verona, Roma y Padua se asombraron al descubrir una nueva estrella que rápidamente se hizo más brillante que todas las estrellas del firmamento. El meteorólogo Jan Brunowski, que trabajaba para la corte imperial en Praga, vio también el fenómeno el 10 de octubre y, terriblemente agitado, informó de ello a Kepler. Las nubes impidieron a Kepler observar la estrella hasta el 17 de octubre; sin embargo, desde ese momento, Kepler mantuvo un registro de sus observaciones durante aproximadamente un año, y finalmente publicó un libro acerca de la «nueva estrella» en 1606. Actualmente sabemos que el espectáculo celeste de 1604 no marcaba el nacimiento de una nueva estrella, sino más bien la explosiva muerte de una estrella vieja. Este evento, que ahora se conoce como supernova de Kepler, causó sensación en Padua. Galileo pudo ver la nueva estrella con sus propios ojos a finales de octubre de 1604, y en los meses de diciembre y enero posteriores dio tres conferencias públicas sobre ello con gran éxito de asistencia. Apelando al conocimiento por encima de la superstición, Galileo apuntó que la ausencia de un desplazamiento (paralaje) observable en la posición de la nueva estrella (contra el fondo de estrellas fijas) demostraba que dicha estrella debía de hallarse más allá de la región lunar. El significado de esta observación era tremendo. En el mundo aristotélico, los cambios en los cielos se restringían a este lado de la Luna, mientras que la esfera de estrellas fijas, mucho más distante, se suponía inviolable e inmune al cambio.
Las esferas inmutables
ya habían empezado a hacerse añicos en 1572, cuando el astrónomo danés Tycho
Brahe (1546-1601) observó otra explosión estelar que se conoce en la actualidad
como supernova de Tycho. El
acontecimiento de 1604 representaba otra palada de tierra sobre la cosmología
de Aristóteles. Pero el verdadero avance en la comprensión del cosmos no vino
del reino de la especulación teórica ni de las observaciones realizadas a
simple vista. Más bien fue el resultado de un sencillo experimento con lentes
de cristal convexas (abultadas hacia fuera) y cóncavas (curvadas hacia dentro):
al colocar dos lentes adecuadas a unos 33 centímetros de distancia entre sí,
los objetos lejanos parecen aproximarse. Por el año 1608, estos catalejos
empezaron a aparecer por toda Europa, y dos fabricantes de gafas flamencos y
uno holandés solicitaron incluso la patente. Los rumores sobre este milagroso
instrumento llegaron a oídos del teólogo veneciano Paolo Sarpi, que habló de
ello a Galileo sobre mayo de 1609. Deseoso de confirmar la información, Sarpi
escribió también a un amigo suyo de París para preguntarle si los rumores eran
ciertos. Según su propio testimonio, Galileo se vio «invadido por el deseo de
poseer ese bello objeto». Más adelante hablaría de estos hechos en el libro El mensajero sideral, aparecido en marzo
de 1610:
Cerca de diez meses
hace ya que llegó a nuestros oídos la noticia de que cierto belga había
fabricado un anteojo mediante el que los objetos visibles muy alejados del ojo
del observador se discernían claramente como si se hallasen próximos. Sobre
dicho efecto, en verdad admirable, contábanse algunas experiencias a las que
algunos daban fe, mientras que otros las negaban. Este extremo me fue
confirmado pocos días después en una carta de un noble galo, Jacobo Badovere,
de París, lo que constituyó el motivo que me indujo a aplicarme por entero a la
búsqueda de las razones, no menos que a la elaboración de los medios por los que
pudiera alcanzar la invención de un instrumento semejante, lo que conseguí poco
después basándome en la doctrina de las refracciones.[89]
Galileo manifiesta aquí
el mismo tipo de pensamiento práctico creativo que caracterizaba a Arquímedes:
una vez supo que era posible construir un telescopio, no tardó demasiado en
averiguar cómo construir uno él mismo. Es más, entre agosto de 1609 y marzo de
1610, Galileo utilizó su inventiva para perfeccionar su telescopio desde un
aparato que podía acercar los objetos ocho veces, a un dispositivo con una
potencia de veinte. Pero la grandeza de Galileo no se reveló en esta hazaña
técnica y en su pericia, sino en el uso que dio a su tubo de mejora de la
visión (al que llamó perspicillum).
En lugar de espiar los distantes barcos del puerto de Venecia o de examinar los
tejados de Padua, Galileo apuntó su telescopio hacia el cielo. Las
consecuencias de ello no tienen precedente en la historia de la ciencia. En
palabras del historiador de la ciencia Noel Swerdlow: «En unos dos meses,
diciembre y enero [de 1609 y 1610 respectivamente], Galileo hizo más
descubrimientos que cambiaron la faz del mundo de los que nadie había hecho
jamás hasta entonces ni después».[90] De hecho, el año 2009 ha sido
bautizado como «Año Internacional de la Astronomía» para conmemorar el 400
aniversario de las primeras observaciones de Galileo. ¿Qué hizo realmente
Galileo para convertirse en un héroe científico de tan colosal magnitud? He
aquí algunas de sus sorprendentes proezas con el telescopio.
Volviendo el telescopio
hacia la Luna y observando especialmente el terminador (la línea que divide las
partes iluminada y sombría), Galileo halló que la superficie de este cuerpo
celeste era desigual, con montañas, cráteres y vastas llanuras.[91]
Observó cómo aparecían puntos de luz en la zona cubierta de tinieblas, y cómo
estas luces se hacían más extensas, de forma similar a cimas de montañas
iluminadas por la claridad del sol naciente. Utilizó incluso la geometría de
esta iluminación para determinar la altura de una montaña, que resultó ser de
más de 6 kilómetros. Pero eso no fue todo. Galileo vio que la parte oscura de
la Luna (en fase creciente) está también levemente iluminada, y llegó a la
conclusión de que se debía a la luz solar reflejada desde la Tierra. Del mismo
modo que la Luna llena ilumina la Tierra, Galileo afirmó que la superficie
lunar recibe aún en mayor medida la luz reflejada desde la Tierra.
Aunque algunos de estos
descubrimientos no eran completamente nuevos, la solidez de las pruebas de Galileo
elevó la discusión a otro nivel. Hasta la época de Galileo, la distinción entre
lo terrestre y lo celeste, lo que pertenecía a la Tierra y
lo que pertenecía a los cielos, estaba perfectamente delimitada. La diferencia
no era únicamente científica o filosófica: una profusión de mitologías,
religiones, poesía romántica y sensibilidad estética había surgido de la
percepción de esta diferencia entre la Tierra y el cielo. Lo que ahora decía
Galileo se consideraba poco menos que inconcebible. Contrariamente a la
doctrina de Aristóteles, la Tierra y un cuerpo celeste (la Luna) quedaban de
hecho equiparados: la superficie de ambos era rugosa, y ambos reflejaban la luz
del Sol.
Más allá de la Luna,
Galileo empezó a observar los planetas
(un nombre que los griegos habían dado a los cuerpos «errantes» del cielo
nocturno). Dirigió su telescopio hacia Júpiter el 7 de enero de 1610 y se
asombró al descubrir tres nuevas estrellas alineadas en una dirección que
cruzaba el planeta, dos al este y una al oeste. La posición aparente de las
nuevas estrellas pareció cambiar con respecto al planeta durante las noches
siguientes. El 13 de enero, Galileo observó una cuarta estrella como éstas.
Pasada una semana de su primer descubrimiento, Galileo llegó a una extraordinaria
conclusión: las nuevas estrellas eran en realidad satélites que orbitaban en torno a Júpiter, de igual modo que la
luna orbitaba alrededor de la Tierra.
Una de las
características que distingue a las personas que han causado una conmoción
significativa en la historia de la ciencia es su capacidad para captar de
inmediato qué descubrimientos iban a marcar la diferencia. Otro rasgo de muchos
de los científicos más influyentes es su habilidad para hacer que otras
personas entendieran su descubrimiento. Galileo dominaba con autoridad estos
dos aspectos. Preocupado por la posibilidad de que otra persona descubriese
también los satélites jovianos, Galileo publicó enseguida sus resultados; en la
primavera de 1610 apareció en Venecia su tratado Sidereus Nuncius. Mostrando gran astucia política, Galileo dedicó
el libro al Gran Duque de Toscana, Cósimo II de Médicis, y dio a los satélites
el nombre de «estrellas mediceanas».
Dos años más tarde,
después de lo que él denominó su «trabajo atlántico», Galileo pudo determinar
los períodos orbitales —el tiempo que cada uno de los cuatro satélites tardaba
en dar la vuelta a Júpiter— con una precisión de pocos minutos. El mensajero sideral se convirtió en un best seller al instante —las 500 copias
originales se vendieron como churros— y Galileo se hizo famoso en todo el
continente.
La importancia del
descubrimiento de los satélites de Júpiter es fundamental.[92] No
sólo se trataba de los primeros cuerpos celestes que se sumaban al sistema
solar desde las observaciones de los antiguos griegos, sino que la mera
existencia de estos satélites acababa de un solo golpe con una de las más
serias objeciones a la doctrina de Copérnico. Los aristotélicos sostenían que
era imposible que la Tierra orbitase alrededor del Sol, ya que la Luna giraba
alrededor de la propia Tierra. ¿Cómo iba a tener el universo dos centros de
rotación independientes? El descubrimiento de Galileo demostraba de forma
inequívoca que un planeta podía tener satélites orbitando a su alrededor al tiempo
que seguía su propia trayectoria alrededor del Sol.
Otro importante
descubrimiento efectuado por Galileo en 1610 fueron las fases del planeta
Venus. En la doctrina geocéntrica, se suponía que Venus se movía en un pequeño
círculo (un epiciclo) superpuesto a
su órbita alrededor de la Tierra. Se suponía que el centro del epiciclo se
hallaba siempre en la línea que unía la Tierra y el Sol (figura 17a; el dibujo
no está a escala).
En ese caso, al
observarlo desde la Tierra, se espera que Venus aparezca siempre en una fase
creciente de anchura ligeramente variable. En cambio, en el sistema
copernicano, el aspecto de Venus debería cambiar, desde un pequeño disco
brillante cuando el planeta está al otro lado del Sol (respecto de la Tierra) a
un disco de gran tamaño y prácticamente oscuro cuando se halla en el mismo lado
que la Tierra (figura 17b). Entre estas dos posiciones, Venus debería pasar por
una serie completa de fases similares a las de la Luna. Galileo intercambió
correspondencia con su antiguo alumno Benedetto Castelli (1578-1643) sobre esta
importante diferencia entre las predicciones de ambas doctrinas, y efectuó las
observaciones decisivas entre octubre y diciembre de 1610. El veredicto fue
obvio. Las observaciones confirmaban de modo concluyente la predicción
copernicana, demostrando que, efectivamente, Venus gira alrededor del Sol. El
11 de diciembre, un travieso Galileo envió a Kepler el siguiente críptico
anagrama: Haec immatura a me iam frustra
leguntur oy («Estas cosas son leídas por mí en vano, prematuramente,
o.y.»).[93] Kepler intentó sin éxito descifrar el mensaje oculto,
pero acabó dándose por vencido.[94] En su siguiente carta, del 1 de
enero de 1611, Galileo transpuso las letras del anagrama, que decía: Cynthiae figuras aemulatur mater amorum
(«la madre del amor [Venus] emula las figuras de Diana [la Luna]»).
Todos los
descubrimientos descritos hasta ahora tenían que ver con planetas del sistema solar —cuerpos celestes que giraban alrededor
del Sol y reflejaban su luz— o satélites
que giraban alrededor de estos planetas. Galileo efectuó también dos
descubrimientos fundamentales relacionados con estrellas—cuerpos celestes que generan su propia luz, como el Sol—.
En primer lugar, realizó observaciones del propio Sol. En la visión del mundo
aristotélica, se suponía que el Sol simbolizaba la perfección y la
inmutabilidad ultraterrenas. No es difícil imaginar el shock que produjo saber
que la superficie del Sol no tiene nada de perfecta, sino que contiene manchas,
zonas oscuras, que aparecen y desaparecen a medida que el Sol rota sobre su
propio eje. En la figura 18 se muestran dibujos de las manchas solares
realizados por el propio Galileo, sobre los que su colega Federico Cesi
(1585-1630) señaló que «deleitan tanto por la maravilla del espectáculo que
muestran como por su precisión».
En realidad, Galileo no
fue el primero que vio las manchas solares, ni siquiera el primero que escribió
sobre ellas. Un folleto en particular, Tres
cartas sobre manchas solares, escrito por el sacerdote jesuita y científico
Christopher Scheiner (1573-1650) enojó de tal modo a Galileo que éste se sintió
obligado a publicar una pormenorizada respuesta. Scheiner argüía que era
imposible que las manchas estuviesen sobre la propia superficie del Sol.[95]
Para ello se basaba en parte en que las manchas eran, en su opinión, demasiado
frías (pensaba que eran más oscuras que las zonas oscuras de la Luna) y en
parte en el hecho de que no siempre parecían regresar a las mismas posiciones.
En consecuencia, Scheiner creía que se trataba de pequeños planetas que
orbitaban alrededor del Sol. En su Historia
y demostraciones en torno a las manchas solares, Galileo destrozó
sistemáticamente y uno por uno los argumentos de Scheiner. Con una
meticulosidad, ingenio y sarcasmo que hubiesen hecho que Oscar Wilde se pusiese
en pie para aplaudir, Galileo mostró que las manchas no eran, en realidad,
oscuras, sino que sólo lo eran en relación al brillo de la superficie solar.
Asimismo, el trabajo de Galileo no dejaba lugar a dudas: las manchas estaban
sobre la misma superficie del Sol (más adelante en el capítulo volveré a tratar
sobre cómo demostró Galileo este hecho).
Las observaciones que
Galileo hizo de otras estrellas fueron realmente la primera incursión del ser
humano más allá del sistema solar. A diferencia del caso de la Luna y los
planetas, Galileo descubrió que el telescopio apenas ampliaba las imágenes de
las estrellas. La implicación era evidente: las estrellas estaban mucho más
alejadas que los planetas. Esto representaba un dato sorprendente, pero lo que
fue una verdadera revelación fue el colosal número
de nuevas y tenues estrellas reveladas por el telescopio. Sólo en una zona
pequeña próxima a la constelación de Orion, Galileo descubrió no menos de 500
nuevas estrellas. Sin embargo, cuando Galileo volvió su telescopio a la Vía
Láctea —la débil faja de luz que cruza el cielo nocturno— le esperaba la mayor
de las sorpresas. Aquel salpicón de luz de aspecto uniforme se convirtió en un
sinnúmero de estrellas que ningún humano había visto antes. De improviso, el
universo se había hecho mucho mayor. En el algo desapasionado lenguaje
científico, Galileo escribió:
Lo que observamos en
tercer lugar es la naturaleza de la materia de la propia Vía Láctea que, con la
ayuda del catalejo, puede observarse con tal claridad que todas las discusiones
que han desconcertado a los filósofos durante generaciones quedan destruidas
por una certeza visible que nos libera de argumentos mundanos. Porque la
Galaxia no es más que la reunión de innumerables estrellas distribuidas en
cúmulos. En cualquier región a la que se dirija el catalejo se ofrecen de
inmediato a la vista un inmenso número de estrellas. De éstas, muchas parecen
ser de gran tamaño y harto conspicuas, pero la multitud de pequeñas estrellas
es realmente inconmensurable.
Algunos de los
contemporáneos de Galileo reaccionaron con entusiasmo. Sus descubrimientos inflamaron
la imaginación de científicos y profanos en toda Europa. El poeta escocés
Thomas Seggett escribía, enardecido:
Colón dio al hombre
nuevas tierras que conquistar por la sangre, Galileo, nuevos mundos nocivos
para nadie. ¿Qué es mejor?[96]
Sir Henry Wotton, un
diplomático inglés destinado a Venecia, logró hacerse con una copia del Sidereus Nuncius el mismo día de su
publicación, e inmediatamente lo envió al rey Jaime I de Inglaterra con una
nota que decía, entre otras cosas:
Envío a Su Majestad la noticia
más singular (creo que el nombre le hace justicia) que haya recibido nunca
desde este rincón del mundo; se trata del libro adjunto (aparecido en el día de
hoy) del profesor de Matemáticas de Padua quien, con la ayuda de un instrumento
óptico … ha descubierto cuatro nuevos planetas que giran alrededor de la esfera
de Júpiter, además de otras muchas estrellas fijas antes desconocidas.[97]
Se podrían escribir
volúmenes enteros (y de hecho, se han escrito) sobre los logros de Galileo,
pero esto va más allá del ámbito del presente libro. Aquí sólo pretendo
examinar el efecto de algunas de estas sorprendentes revelaciones sobre la
visión que Galileo tenía del universo. En particular, sobre la relación
percibida por éste entre la matemática y el vasto cosmos que había desvelado.
El gran libro de la naturaleza
El filósofo de la
ciencia Alexandre Koyré (1892-1964) señaló en cierta ocasión que la revolución
del pensamiento científico provocada por Galileo se podía resumir en un
elemento esencial: el descubrimiento de
que la matemática es la gramática de la ciencia. Mientras que los
aristotélicos estaban satisfechos con su descripción cualitativa de la
naturaleza, e incluso para ella apelaban a la autoridad de Aristóteles, Galileo
sostenía que los científicos debían estar atentos a la propia naturaleza, y que
las claves para descifrar el lenguaje del universo eran las relaciones
matemáticas y los modelos geométricos. El marcado contraste entre ambos puntos
de vista se ponía de manifiesto en los escritos de los miembros más destacados
de ambas tendencias. El aristotélico Giorgio Coresio escribe: «Podemos, pues,
concluir que aquel que no quiera moverse en las tinieblas deberá consultar a
Aristóteles, el más excelente intérprete de la naturaleza».[98] A lo
que otro aristotélico, el filósofo de Pisa Vincenzo di Grazia, agrega:
Antes de tomar en
consideración las demostraciones de Galileo, parece necesario demostrar cuan
lejos se hallan de la realidad aquellos que pretenden probar los hechos de la
naturaleza mediante razonamiento matemático, entre los cuales, si no me
equivoco, se encuentra Galileo. Todas las ciencias y artes tienen sus propios
principios y sus propias causas, mediante los cuales demuestran las propiedades
especiales de los objetos que les son propios. En consecuencia, no está permitido utilizar los principios de una
ciencia para demostrar las propiedades de otra. Así, quienquiera que piense
que puede demostrar las propiedades naturales mediante argumentos matemáticos
no es más que un demente, pues ambas ciencias son muy distintas. El científico
natural estudia los objetos naturales cuyo estado natural y adecuado es el
movimiento, mientras que el matemático se abstrae de todo movimiento. (La
cursiva es mía).[99]
El concepto de
compartimentos herméticos en las diversas ramas de la ciencia era precisamente
el tipo de idea que sacaba a Galileo de sus casillas. En el borrador de su
tratado sobre hidrostática, Diálogo sobre
los cuerpos flotantes, presentaba la matemática como una poderosa
herramienta que permite desvelar los secretos de la naturaleza:
Espero un tremendo
rechazo por parte de uno de mis adversarios, y casi puedo oír sus gritos
diciéndome que una cosa es tratar los asuntos de forma física y otra de forma
matemática, y que los geómetras deben limitarse a sus fantasías y no meterse en
cuestiones filosóficas, cuyas conclusiones son distintas de las conclusiones
matemáticas. ¡Como si pudiese haber más de una verdad! ¡Como si la geometría en
nuestros días fuese un obstáculo que impide alcanzar la verdadera filosofía!
¡Como si fuese imposible ser a un tiempo geómetra y filósofo, de modo que, si
alguien sabe de geometría, la consecuencia necesaria que se infiere es que no
puede saber de física ni tratar los asuntos de forma física! Consecuencias
insensatas, como la de cierto médico que, en un arrebato de cólera, dijo que el
gran doctor Acquapendente [el anatomista italiano Hyeronimus Fabricius de
Acquapendente (1537-1619)], siendo un famoso anatomista y cirujano, debía
contentarse con sus escalpelos y ungüentos y no tratar de curar mediante los
procedimientos de la medicina, como si los conocimientos de cirugía fuesen
opuestos a la medicina y la anulasen.[100]
Un ejemplo simple de
hasta qué punto estas distintas actitudes hacia las conclusiones observacionales
podían alterar por completo la interpretación de los fenómenos naturales lo
tenemos en el descubrimiento de las manchas solares. Como señalaba antes, el
astrónomo jesuita Christopher Scheiner observó estas manchas de una forma
meticulosa y competente. Sin embargo, cometió el error de permitir que sus
prejuicios aristotélicos sobre la perfección de los cielos nublasen su
capacidad de juicio. Por consiguiente, cuando descubrió que las manchas no
regresaban a la misma posición y orden, anunció enseguida que podía «liberar al
Sol de la herida de las manchas». Su premisa de la inmutabilidad celestial
limitaba su imaginación y le impedía siquiera tomar en consideración la
posibilidad de que las manchas pudiesen cambiar, incluso hasta resultar irreconocibles.[101]
Por lo tanto, su conclusión fue que las manchas debían ser estrellas que orbitaban alrededor del Sol.
La estrategia de ataque
de Galileo al problema de la distancia entre las manchas y la superficie del
Sol era completamente diferente. Galileo identificó tres observaciones que
precisaban de explicación. En primer lugar, las manchas parecían ser más
delgadas cuando estaban cerca del borde del disco solar que cuando estaban
próximas al centro. En segundo lugar, las separaciones entre las manchas
parecían aumentar a medida que éstas se acercaban al centro del disco.
Finalmente, las manchas parecían desplazarse más rápidamente cerca del centro
que en las proximidades del borde del disco. A Galileo le bastó una
construcción geométrica para demostrar que su hipótesis —que las manchas eran
contiguas a la superficie del Sol y que se desplazaban con ella— era coherente
con todos los hechos observados. Su explicación detallada se basaba en el
fenómeno visual del escorzo sobre una
esfera, es decir, el hecho de que las formas parecen más delgadas y más juntas
cerca del borde (en la figura 19 se muestra este efecto para círculos sobre una
superficie esférica).
La importancia de la
demostración de Galileo para sentar las bases del proceso científico fue
extraordinaria. Galileo mostró que los datos observacionales sólo son
descripciones significativas de la realidad después
de incluirlos en una teoría matemática adecuada. Las mismas observaciones
pueden llevar a interpretaciones ambiguas si no se interpretan dentro de un
contexto teórico más amplio.
Galileo nunca
renunciaba a una buena pelea. La exposición más elocuente de sus opiniones
sobre la naturaleza de la matemática y su función en la ciencia se encuentra en
otra polémica publicación: El ensayista.
Este brillante tratado se hizo tan popular que el papa Urbano VIII hacía que se
lo leyesen durante sus comidas. Curiosamente, la tesis central de Galileo en El ensayista era manifiestamente falsa.
Galileo intentaba argumentar que los cometas eran en realidad fenómenos
causados por peculiaridades de la refracción óptica en este lado de la Luna. La
historia de El ensayista parece
sacada del libreto de una ópera italiana.[102] En el otoño de 1618
se pudo observar una sucesión de tres cometas. El tercero, específicamente, fue
visible durante casi tres meses.
En 1619, Horado Grassi,
un matemático del jesuita Collegio Romano,
publicó de forma anónima un panfleto acerca de sus observaciones de los
cometas. Siguiendo los pasos del insigne astrónomo danés Tycho Brahe, Grassi
llegó a la conclusión de que los cometas se hallaban en algún punto entre el
Sol y la Luna. El panfleto pudo haber pasado desapercibido, pero Galileo
decidió darle respuesta cuando se enteró de que algunos jesuitas pensaban que
la publicación de Grassi representaba un duro golpe al copernicanismo. Su
respuesta tomó la forma de una serie de disertaciones dadas por su discípulo
Mario Guiducci, aunque escritas principalmente por el propio Galileo.[103]
En la versión publicada de estas conferencias, Discurso sobre los cometas, Galileo atacaba directamente a Grassi y
a Tycho Brahe. Ahora le tocaba a Grassi sentirse ofendido, de modo que, con el
seudónimo de Lothario Sarsi y haciéndose pasar por uno de sus propios alumnos,
Grassi publicó una acérrima respuesta, en la que criticaba a Galileo sin
ambages (la respuesta se titulaba La
balanza astronómica y filosófica, en la que se pesan las opiniones de Galileo
Galilei, así como las presentadas por Mario Guiducci en la Academia Florentina).
En defensa de su aplicación de los métodos de determinación de distancias de
Tycho Brahe, Grassi (hablando como si fuese su alumno) sostenía:
Supongamos que mi
maestro siguiese las enseñanzas de Tycho. ¿Acaso es un crimen? ¿A quién debería
seguir si no? ¿A Ptolomeo [el alejandrino que dio origen al sistema
heliocéntrico], las gargantas de cuyos seguidores se ven ahora amenazadas por
la espada blandida por la mano de Marte, que ahora se halla más próximo? ¿A
Copérnico quizá? Pero las personas piadosas deben alejarse de él y rechazar con
desdén su recientemente condenada hipótesis. Tycho es, pues, el único digno de
ser reconocido como nuestro guía en las misteriosas trayectorias de las
estrellas.[104]
Este texto demuestra
con gran elegancia la delgada línea sobre la que debían hacer equilibrios los
matemáticos jesuitas al principio del siglo XVII. Por un lado, las perspicaces
críticas de Grassi hacia Galileo estaban perfectamente justificadas. Por otro,
con su rechazo forzado al copernicanismo, Grassi se autoimponía una restricción
que afectaba a su razonamiento global. A los amigos de Galileo les preocupaba
que el ataque de Grassi minase la autoridad de Galileo, e instaron al maestro a
responderle, lo que llevó a la publicación de El ensayista en 1623 (el título completo explica que en el
documento «se pesan con una precisa balanza los contenidos de La balanza astronómica y filosófica de
Lotahris Sarsi de Sigüenza»).
Como ya he señalado, El ensayista contiene la declaración más
clara e impactante de Galileo acerca de la relación entre la matemática y el
cosmos. He aquí este notable texto:
Creo que Sarsi está
plenamente convencido de que, en filosofía, es fundamental apoyarse en la
opinión de algún autor famoso, como si nuestro pensamiento fuese completamente
árido y estéril si no está unido a los razonamientos de otro. Quizá piensa que
la filosofía es una obra de ficción creada por un hombre, como La Iliada u Orlando furioso [un poema épico del siglo XVI escrito por Ludovico
Ariosto] —libros en los que no tiene la menor importancia la verdad de lo que
describen—. Señor Sarsi, las cosas no son de este modo. La filosofía está escrita en el gran libro que está siempre abierto
ante nuestros ojos (me refiero al universo) pero que no podemos comprender si
no aprendemos en primer lugar su lenguaje y comprendemos los caracteres en los
que está escrito. Está escrito en el lenguaje de la matemática, y sus
caracteres son triángulos, círculos y otras figuras geométricas, sin las cuales
no es humanamente posible comprender ni una sola de sus palabras, y sin las
cuales se deambula vanamente por un laberinto de tinieblas. (La cursiva es
mía).[105]
Impresionante, ¿verdad?
Siglos antes de que se formulase siquiera la pregunta de por qué la matemática
era tan eficaz para explicar la naturaleza, ¡Galileo creía poseer la respuesta!
Para él, la matemática no era más que el idioma
del universo. Para comprender el universo, decía, es necesario hablar su
idioma. Dios es, evidentemente, un matemático.
Las ideas que se
manifiestan en la obra de Galileo describen una imagen aún más detallada de su
punto de vista sobre la matemática. En primer lugar, es necesario darse cuenta
de que, para él, matemática significaba en última instancia geometría. Galileo
tenía escaso interés en la medición de valores en forma de números absolutos.
Su descripción de los fenómenos se basaba sobre todo en proporciones entre
cantidades y en términos relativos. En este sentido, Galileo se mostraba de
nuevo como un auténtico discípulo de Arquímedes, cuyo principio de la palanca y
métodos de geometría comparada utilizó con profusión. Un segundo aspecto de
interés, que se revela en especial en la última obra de Galileo, es la
distinción que efectúa entre las funciones de la geometría y de la lógica. El
libro, titulado Diálogos y demostraciones
matemáticas sobre dos nuevas ciencias, está escrito en forma de animadas
conversaciones entre tres interlocutores, Salviati, Sagredo y Simplicio, cuyos
papeles están perfectamente delimitados.[106] Salviati es, de hecho,
el portavoz de Galileo. La mente de Sagredo, el aristocrático aficionado a la
filosofía, se ha zafado de las ilusiones del sentido común aristotélico y, por
tanto, está dispuesto a dejarse persuadir por el poder de la nueva ciencia
matemática. Simplicio, a quien en obras anteriores de Galileo se representaba
como alguien fascinado por la autoridad de Aristóteles, aparece aquí como un
erudito de mente abierta. En el segundo día de debates, Sagredo protagoniza un
interesante intercambio con Simplicio:
Sagredo: ¿Qué podemos decir, Simplicio? ¿No debemos
acaso admitir que la geometría es el más poderoso de los instrumentos para
aguzar la mente y disponerla para el perfecto razonamiento y para la
especulación? ¿Acaso no tenía razón Platón al exigir que sus discípulos se
formaran primero en la matemática?
Simplicio parece estar
de acuerdo, y presenta una comparación con la lógica:
Simplicio: En verdad empiezo a entender que, aunque la
lógica es un instrumento de gran excelencia para gobernar nuestra razón, no
puede compararse con la agudeza de la geometría para despertar nuestra mente a
los descubrimientos.
A continuación, Sagredo
destaca la distinción:
Sagredo: A mi parecer, la lógica enseña a saber si los
razonamientos y las demostraciones ya descubiertas son concluyentes o no lo
son, pero no creo que enseñe a hallar razonamientos o demostraciones
concluyentes.
El mensaje de Galileo
en este texto es simple: Galileo era de la opinión que la geometría era la
herramienta que permite descubrir
verdades nuevas. La lógica, por el contrario, era para él el medio de evaluar y criticarlos descubrimientos.
En el capítulo 7 examinaremos una perspectiva distinta, según la cual toda la
matemática surge de la lógica.
¿Cómo llegó Galileo a
la noción de que la matemática era el lenguaje de la naturaleza? Después de
todo, una conclusión filosófica de tal magnitud no pudo materializarse
súbitamente de la nada. En efecto, las raíces de este concepto se pueden
rastrear hasta los escritos de Arquímedes. El maestro griego fue el primero que
utilizó la matemática para explicar fenómenos naturales. A través de un
retorcido camino que pasa por ciertos calculadores medievales y matemáticos de
la corte en Italia, la naturaleza de
la matemática pasó a ser considerada un asunto digno de ser comentado.
Finalmente, algunos de los matemáticos jesuitas de la época de Galileo, en
particular Christopher Clavius, reconocieron también que la matemática podía
ocupar un lugar intermedio entre la metafísica —los principios filosóficos de
la naturaleza del ser— y la realidad física. En el prefacio («Prolegomena»), de
sus Comentarios a los Elementos de
Euclides, Clavius escribía:
Puesto que el objeto de
las disciplinas matemáticas se considera apartado de la materia perceptible, a
pesar de que aquéllas se hallan inmersas en lo material, es evidente que ocupan
un lugar intermedio entre la metafísica y la ciencia natural, si tenemos en
cuenta el asunto que tratan.
A Galileo no le
satisfacía la idea de la matemática como un mero intermediario o conducto, y
tuvo el valor de ir un paso más allá para igualar la matemática a la lengua
materna de Dios. Esta identificación, no obstante, suscitó otro grave problema,
que estaba destinado a afectar de forma espectacular a la vida de Galileo.
Ciencia y teología
Según Galileo, al
diseñar la naturaleza, Dios hablaba el lenguaje de la matemática. Según la
Iglesia Cristiana, Dios era el «autor» de la Biblia. ¿Qué sucedía entonces con
los casos en los que las explicaciones científicas, fundamentadas en la
matemática, parecían contradecir las Escrituras? Los teólogos del Concilio de
Trento, en 1546, respondieron a ello en términos que no dejaban lugar a dudas:
«… ninguno fiado en su propia sabiduría, se atreva a interpretar la misma sagrada
Escritura en cosas pertenecientes a la fe, y a las costumbres que miran a la
propagación de la doctrina cristiana, violentando la sagrada Escritura para
apoyar sus dictámenes, contra el sentido que le ha dado y da la santa madre
Iglesia, a la que privativamente toca determinar el verdadero sentido, e
interpretación de las sagradas letras».
Del mismo modo, cuando
en 1616 se consultó a los teólogos sobre su opinión acerca de la cosmología
heliocéntrica de Copérnico, su conclusión fue que era «formalmente herética,
pues contradice en muchos extremos de forma explícita el sentido de las
Sagradas Escrituras». En otras palabras, la objeción fundamental de la Iglesia
al copernicanismo de Galileo no era tanto el traslado de la Tierra fuera de su
posición central en el cosmos como el desafío
a la autoridad de la Iglesia en la interpretación de las Escrituras.[107]
En un ambiente en el que la Iglesia Católica romana ya se veía asediada por las
controversias con los teólogos de la Reforma, Galileo y la Iglesia se hallaban
en trayectoria de choque.
Los acontecimientos se
empezaron a precipitar a finales de 1613. El antiguo alumno de Galileo
Benedetto Castelli presentó los nuevos descubrimientos astronómicos al Gran
Duque y a su séquito. Como era de esperar, se vio obligado a dar explicaciones
sobre las aparentes discrepancias entre la cosmología copernicana y algunas de
las narraciones bíblicas, como aquella en la que Dios detiene la marcha del Sol
y de la Luna para que Josué y los israelitas derroten a los amoritas en el
valle de Ayalón. Aunque Castelli señaló que defendió «como un campeón» el
copernicanismo, a Galileo le inquietaron las noticias de esta confrontación, y
se sintió impulsado a expresar su propio punto de vista acerca de las
contradicciones entre la ciencia y las Sagradas Escrituras. En una extensa
carta a Castelli de fecha 21 de diciembre de 1613, Galileo escribe:
… en las Sagradas
Escrituras era necesario, con el fin de complacer el entendimiento de la
mayoría, decir muchas cosas que difieren en apariencia del significado preciso.
Por el contrario, la Naturaleza es inexorable e inmutable, y no tiene en cuenta
en absoluto si sus causas y sus mecanismos ocultos son o no inteligibles para
la mente humana, y por eso jamás se desvía de las leyes obligatorias. Es por
tanto mi parecer que ningún efecto de la naturaleza que la experiencia muestre
a nuestros ojos o que sea la conclusión necesaria que se deriva de la
evidencia, debe considerarse dudoso por pasajes de las Escrituras que contienen
miles de vocablos que pueden interpretarse de formas diversas, pues las frases
de las Escrituras no están sujetas a las rígidas leyes que gobiernan los
efectos de la naturaleza.[108]
Esta interpretación del
significado bíblico estaba en clara discordancia con la de algunos de los
teólogos más rigurosos.[109] Por ejemplo, el dominico Domingo Báñez
escribía en 1584: «El Espíritu Santo no sólo ha inspirado todo aquello
contenido en las Escrituras, sino que también ha dictado y sugerido cada una de
las palabras en ellas escritas». Obviamente, a Galileo no le convencía esta
afirmación. En su Carta a Castelli
añadía:
Me inclino a pensar que
la autoridad de las Sagradas Escrituras es convencer a los hombres de las
verdades necesarias para su salvación y que, estando más allá de su capacidad
de comprensión, únicamente la revelación del Espíritu Santo puede hacer
verosímiles. Pero que ese mismo Dios que nos ha concedido los sentidos, la
razón y el entendimiento, no nos permita utilizarlos, y sea su deseo que
lleguemos por otros caminos a los conocimientos que podemos adquirir por
nosotros mismos a través de dichas facultades, eso no estoy inclinado a creerlo, en especial en lo que concierne a
las ciencias sobre las que las Sagradas Escrituras contienen únicamente
fragmentos breves y conclusiones dispares; y éste es precisamente el caso de la
astronomía, de la que se dice tan poca cosa que ni siquiera se enumeran los
planetas.
Una copia de la carta
de Galileo llegó a manos de la Congregación del Santo Oficio en Roma, encargada
de evaluar de forma rutinaria los asuntos relacionados con la fe; llegó,
específicamente, a las manos del influyente cardenal Robert Bellarmine
(1542-1621). La primera reacción de Bellarmine al copernicanismo había sido más
bien moderada, ya que consideraba el modelo heliocéntrico como «una forma de
guardar las apariencias, del estilo de aquellos que han propuesto los epiciclos
pero en realidad no creen en su existencia». Igual que otros antes que él,
Bellarmine miraba los modelos matemáticos de los astrónomos como una serie de
trucos útiles pensados para describir las observaciones de los seres humanos, y
sin relación alguna con la realidad. Estos artefactos para «guardar las
apariencias», sostenía, no demostraban que la Tierra realmente se moviese. Así,
Bellarmine no vio en el libro de Copérnico (De
Revolutionibus) un verdadero peligro, aunque se apresuró a añadir que la
afirmación de que la Tierra se moviese no sólo «irritaría a todos los filósofos
y teólogos escolásticos», sino que también «menoscabaría la Santa Fe al
proclamar su falsedad».
El resto de los
detalles de esta trágica historia se hallan más allá del ámbito y la intención
de este libro, de modo que los describiré brevemente. La Congregación del
índice prohibió el libro de Copérnico en 1616. Los posteriores intentos de
Galileo de emplear numerosos fragmentos del más venerado de los teólogos de la
Antigüedad —san Agustín— para apoyar su interpretación de las relaciones entre
las ciencias naturales y las Escrituras no le granjearon demasiadas simpatías.[110]
A pesar de sus minuciosas cartas que defendían la tesis de la inexistencia de
desacuerdos (salvo detalles superficiales) entre la teoría copernicana y los
textos bíblicos, los teólogos de la época vieron los argumentos de Galileo como
una intrusión en su terreno. Mostrando un gran cinismo, esos mismos teólogos no
dudaban en absoluto en expresar sus opiniones en materias científicas.
Mientras nubes de
tormenta se iban reuniendo en el horizonte, Galileo seguía creyendo que se
impondría la razón; craso error cuando se tratan cuestiones de fe. Galileo
publicó su Diálogo sobre los principales
sistemas del mundo en febrero de 1632 (en la figura 20 se muestra la
portada de la primera edición).[111]
En este polémico texto
se exponían con todo detalle las ideas copernicanas de Galileo. Además, Galileo
argumentaba que, utilizando la ciencia con el lenguaje del equilibrio mecánico
y la matemática, el hombre era capaz de comprender la mente de Dios. Dicho de
otro modo, si una persona halla la solución de un problema mediante el uso de
la geometría de proporciones, los conocimientos y la comprensión que obtiene
son comparables a la divinidad. La contundente reacción de la Iglesia no se
hizo esperar. La circulación del Diálogo
se prohibió en agosto del mismo año de su publicación. Durante el mes siguiente
se convocó a Galileo en Roma para que se defendiese contra la acusación de
herejía. El proceso de Galileo se inició el 12 de abril de 1633, y se le halló
«vehemente sospechoso de herejía» el 22 de junio del mismo año. Los jueces
acusaron a Galileo de «haber creído y sostenido la doctrina —que es falsa y
contraria a las sagradas y divinas Escrituras— de que el Sol es el centro del
mundo y no se mueve de este a oeste, y que la Tierra se mueve y no se halla en
el centro del mundo». Esta fue la severa sentencia:
… condenamos a su
persona a prisión de este Santo Oficio mientras sea Nuestra voluntad; y como
penitencia deberá recitar por espacio de tres años, una vez a la semana, los
Siete Salmos Penitenciales, reservándonos la facultad de cambiar, moderar, o
eliminar cualquiera de las antes mencionadas penas y penalidades.[112]
Anonadado, Galileo, ya
un anciano de setenta años, no pudo soportar la presión. Con el espíritu
quebrado, Galileo hizo pública su carta de abjuración, en la que se comprometía
a «abandonar completamente la falsa opinión de que el Sol es el centro del
mundo y que no se mueve y que la Tierra no es el centro del mundo y se mueve».
En ella concluía:
Por tanto, deseando
quitar de la mente de sus eminencias y de todo fiel cristiano esta vehemente
sospecha, justamente concebida contra mí, con corazón sincero y fe no fingida
abjuro, maldigo y detesto los errores y herejías ahora mencionados, y en
general todos y cada uno de los errores, herejías y sectas contrarias a la
Santa Iglesia. Yjuro que en el futuro no diré nunca más ni afirmaré, oralmente
o por escrito, nada que pudiera ser causa de una sospecha semejante contra mí.[113]
El último libro de
Galileo, Diálogos y demostraciones
matemáticas sobre dos nuevas ciencias, se publicó en julio de 1638. El
manuscrito se sacó clandestinamente de Italia y se publicó en Leiden, Holanda.
El contenido de este libro representaba la verdadera y enérgica expresión de la
idea implícita en las legendarias palabras eppur
si muove («y sin embargo, se mueve»). Esa frase desafiante, que se suele
poner en boca de Galileo a la conclusión de su proceso, probablemente no se
pronunció jamás.
El 31 de octubre de
1992, la Iglesia Católica decidió por fin «rehabilitar» a Galileo. Tras
reconocer que Galileo siempre estuvo en posesión de la razón, pero evitando una
crítica directa a la Inquisición, el papa Juan Pablo II dijo:
Paradójicamente,
Galileo, creyente sincero, se mostró en este punto [las aparentes discrepancias
entre la ciencia y las Escrituras] más perspicaz que sus adversarios teólogos.
La mayoría de los teólogos no percibieron la distinción formal existente entre
la Sagrada Escritura en sí misma y su interpretación, lo que les condujo a
traspasar indebidamente al campo de la doctrina religiosa una cuestión que en
realidad pertenece al campo de la investigación científica.
Los periódicos de todo
el mundo se frotaron las manos. Los
Angeles Times publicaba: «Ya es oficial: la Tierra gira alrededor del Sol.
Incluso para el Vaticano».
Muchas personas, en
cambio, no le vieron la gracia. Algunos vieron este mea culpa de la Iglesia como una medida parca y tardía.
El estudioso español
especialista en Galileo Antonio Beltrán Marí señaló:
El hecho de que el Papa
siga considerándose autorizado para emitir opiniones relevantes acerca de
Galileo y de su ciencia demuestra que, en lo que a su bando respecta, nada ha
cambiado. Se comporta exactamente del mismo modo que los jueces de Galileo
cuyos errores reconoce.[114]
Es justo reconocer que
el Papa se hallaba en una situación sin salida. Cualquier decisión por su
parte, ya fuese ignorar la cuestión y mantener la vigencia de la condena de
Galileo, o reconocer por fin el error de la Iglesia, iba a recibir críticas.
Sin embargo, en una época en que se está tratando de presentar el creacionismo
bíblico como teoría «científica» alternativa (bajo el apenas disimulado nombre
de «diseño inteligente»), no está de más recordar que Galileo ya había luchado
en esta batalla hace casi cuatrocientos años ¡y ganó!
Continua en:
¿Es Dios un Matemático? Mario Livio 2009 Capitulo IV Magos: El escéptico y el gigante (I)Descartes
[83] Una biografía moderna
muy fidedigna es Drake 1978. Una versión más popular es Reston 1994. Véase
también Van Helden y Burr 1995. La obra completa de Galileo (en italiano)
aparece en Favaro 1890-1909. <<
[84] Bernardini y Fermi
1965. <<
[85] Galileo 1589-1592
(Drablein 1960; Drake 1960). Schmitt 1969 sugiere (siguiendo a D. A. Maklich)
que la afirmación de Galileo puede ser consecuencia de que la mano que sujeta
la bola de plomo está más fatigada que la que sujeta la de madera y, por tanto,
la bola de madera se suelta algo antes. Véase McMannus 2006 para una excelente
presentación de las ideas correctas de Galileo sobre la caída de los cuerpos.
Koyre 1978 contiene un soberbio comentario sobre la física de Galileo. <<
[86] Shea 1972 y Machamer
1998 contienen rigurosos comentarios acerca de los métodos y los procesos
mentales de Galileo. <<
[87] Galileo 1589-1592. En De Motu Galileo critica con liberalidad
a Aristóteles. Véase Drablein y Drake 1960. <<
[88] Una bella narración de
la vida de Virginia, llamada posteriormente hermana María Celeste, se puede
hallar en Galileo's Daughter, Dava
Sobel 1999. <<
[89] Galileo 1610 (Drake
1983, Van Helden 1989). Reeves 2008 contiene una excelente descripción de los
trabajos que condujeron al telescopio. <<
[90] Swerdlow 1998. Para
una descripción detallada de los descubrimientos de Galileo mediante el
telescopio véase Shea 1972, Drake 1990. <<
[91] Panek 1998 realiza una
descripción menos erudita pero encantadora de los descubrimientos de Galileo,
así como una historia general del telescopio. <<
[92] El copernicanismo de
Galileo se trata de forma exhaustiva en Shea 1998 y Swerdlow 1998. <<
[93] La carta en sí fue
escrita al embajador de Toscana en Praga, pero Galileo incluyó en ella el
anagrama para Kepler. <<
[94] De hecho, escribió a
Galileo: «Os exhorto a que no prolonguéis durante más tiempo la duda del
significado, pues estáis tratando con verdaderos alemanes. Pensad por un momento
la inquietud que provoca en mí vuestro silencio». Citado en Caspar 1993.
<<
[95] El episodio se trata
con detalle en Shea 1972. <<
[96] El epigrama estaba en
latín. Seggett (1570-1627) había sido alumno de Galileo en Padua. El epigrama
aparece en Le Opere de Favaro.
Nicolson 1935 trata con gran belleza el asunto de la poesía relacionada con los
telescopios. <<
[97] Curzon 2004. <<
[98] Coresio 1612. Citado
asimismo en Shea 1972. <<
[99] Aparece en Considerazioni de Di Grazia (1612),
reimpreso en Opere di Galileo, Vol.
4, p. 385. <<
[100] Citado en Shea 1972.
<<
[101] El relato completo
sobre la controversia acerca de la naturaleza de las manchas solares se narra a
la perfección en Van Helden 1996 y en Swerdlow 1998. Véase también Shea 1972.
<<
[102] Antonio Favaro, que
editó toda la obra de Galileo, halló que fragmentos significativos del
manuscrito de Guiducci (con los textos de las clases) estaban escritos de puño
y letra por Galileo. <<
[103] Drake 1960. <<
[104] Drake 1960. <<
[105] Drake 1960. <<
[106] Drake 1974. <<
[107] Feldberg 1995 y
McMullin 1998 comentan estupendamente las opiniones de Galileo sobre la
relación entre la ciencia y las Escrituras. <<
[108] Aparece también en Von
Gebler 1879. <<
[109] En 1585, el teólogo
Melchor Cano afirmaba que «no sólo las palabras, sino que hasta la última coma
[de las Escrituras] había sido dictada por el Espíritu Santo». Citado en Vawter
1972. <<
[110] Redondi 1998 contiene
una amplia descripción de ello. <<
[111] Drake 1967. <<
[112] De Santillana 1955.
<<
[113] De Santillana 1955.
<<
[114] Beltrán Mari 1994.
Véase también comentario en McMannus 2006. <<
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