Hace unos años, durante una charla que daba en la Universidad de Cornell, una de mis diapositivas de PowerPoint, decía: «¿Es Dios un matemático?». Nada más aparecer, uno de los estudiantes de las primeras filas exclamó: «¡Por Dios, espero que no!». Mi pregunta retórica no era un intento filosófico de definir «Dios» a mi público, ni una confabulación para intimidar a los matemafóbicos. En realidad sólo estaba presentando un misterio que ha tenido en vilo a las mentes más originales durante siglos: la aparente omnipresencia y omnipotencia de la matemática. Este tipo de características suelen asociarse con los entes divinos. Como decía el físico británico James Jeans[1] (1877-1946): «El universo parece haber sido diseñado por un matemático puro». La matemática parece ser excepcionalmente eficaz para describir y explicar, no sólo el Cosmos en su conjunto, sino incluso algunas de las iniciativas más caóticas del hombre. Ya se trate de físicos que intentan formular teorías sobre el universo, analistas de bolsa que se devanan los sesos para predecir cuándo volverá a caer el mercado, neurobiólogos que construyen modelos de las funciones cerebrales o estadísticos militares que optimizan la asignación de recursos, todos ellos utilizan la matemática. Es más, incluso cuando aplican formalismos desarrollados en ramas distintas de la matemática, todos hacen referencia a la misma matemática, global y coherente. ¿Qué es lo que otorga a la matemática tan extraordinario poder? O, como Einstein se preguntaba:[2] «¿Cómo es posible que la matemática, un producto del pensamiento humano independiente de la experiencia se ajuste de modo tan perfecto a los objetos de la realidad física?». (La cursiva es mía).
Esta sensación de
extrema perplejidad no es nueva. Algunos filósofos de la antigua Grecia,
especialmente Pitágoras y Platón, quedaron sobrecogidos por la aparente
capacidad de la matemática para dar forma y guía al universo y al mismo tiempo
existir, al parecer, más allá de la capacidad humana de alterarlo, dirigirlo e
influir sobre él. El filósofo político inglés Thomas Hobbes (1588-1679) no pudo
tampoco ocultar la admiración que sentía. En Leviatán, la impresionante exposición de Hobbes sobre los
fundamentos de la sociedad y del gobierno, señaló a la geometría como paradigma[3]
de la argumentación racional:
Si advertimos, pues,
que la verdad consiste en la correcta ordenación de los nombres en nuestras
afirmaciones, un hombre que busca la verdad precisa tiene necesidad de recordar
lo que significa cada uno de los nombres usados por él, y colocarlos
adecuadamente; de lo contrario, se encontrará él mismo envuelto en palabras,
como un pájaro en el lazo; y cuanto más se debata tanto más apurado se verá.
Por esto en la Geometría (única ciencia que Dios se complació en comunicar al
género humano) comienzan los hombres por establecer el significado de sus
palabras; esta fijación de significados se denomina definición, y se coloca en
el comienzo de todas sus investigaciones.
Milenios de admirables investigaciones matemáticas y eruditas especulaciones filosóficas apenas han servido para desentrañar el enigma del poder de la matemática. De hecho, la magnitud del misterio incluso ha crecido. El célebre físico matemático de Oxford Roger Penrose, por ejemplo, percibe en la actualidad no un simple misterio, sino tres. Penrose identifica tres «mundos» distintos:[4] el mundo de nuestra percepción consciente, el mundo físico y el mundo platónico de las formas matemáticas. El primero de los mundos alberga nuestras imágenes mentales: cómo percibimos los rostros de nuestros hijos, cómo disfrutamos de una espléndida puesta de sol o cómo reaccionamos a las terroríficas imágenes de la guerra. Es también el mundo que contiene el amor, los celos y los prejuicios, así como nuestra percepción de la música, de los olores de la comida o del miedo. El segundo mundo es aquel al que solemos llamar realidad física. En él residen las flores, los dinosaurios, las nubes blancas y los aviones de reacción, y también las galaxias, los planetas, los átomos, los corazones de los babuinos y los cerebros humanos. El mundo platónico de las formas matemáticas, que para Penrose posee una calidad real comparable a los mundos físico y mental, es la patria de la matemática. En él podrá encontrar los números naturales 1, 2, 3, 4… las formas y teoremas de la geometría de Euclides, las leyes del movimiento de Newton, la teoría de cuerdas, la teoría de catástrofes y los modelos matemáticos del comportamiento del mercado de valores. Y ahora vienen, según Penrose, los tres misterios. En primer lugar, el mundo de la realidad física parece obedecer leyes que en realidad residen en el mundo de las formas matemáticas. Este era el enigma que dejaba perplejo a Einstein e igualmente atónito al premio Nobel Eugene Wigner[5] (1902-1995):
El milagro de la
articulación entre el lenguaje, la matemática y la formulación de las leyes de
la física es un obsequio maravilloso que no comprendemos ni merecemos.
Deberíamos estar agradecidos por ello y esperar que siga siendo válido en
ulteriores investigaciones y que se extienda, para bien o para mal, para
nuestro placer o incluso para nuestro desconcierto, a otras ramas del
conocimiento.
En segundo lugar, las
propias mentes que perciben —el reino de nuestra percepción consciente— se las
han arreglado para surgir del mundo físico. Literalmente, ¿cómo ha podido la mente nacer de la materia? ¿Seremos algún día capaces de formular una teoría del
funcionamiento de la conciencia que sea tan coherente y convincente como, por
ejemplo, la actual teoría del electromagnetismo? Finalmente, el círculo se
cierra misteriosamente. Por medio de algún milagro, esas mismas mentes han sido
capaces de acceder al mundo matemático al descubrir, o crear, y dar
articulación a un capital de formas y conceptos matemáticos.
Penrose no ofrece
explicación alguna a ninguno de los tres «misterios», sino que concluye, de
forma lacónica: «No cabe duda de que en realidad no hay tres mundos sino uno solo, cuya verdadera naturaleza
actualmente somos incapaces siquiera de entrever». Es un reconocimiento mucho
más humilde que la respuesta del profesor de la obra Forty Years On, del autor inglés Alan Bennett, a una pregunta
similar:
Foster: La trinidad
sigue pareciéndome confusa, señor.
Profesor: Tres en uno,
uno en tres; está meridianamente claro. Si tienes alguna duda, consulta con tu
profesor de matemáticas.
El enigma es aún más
intrincado de lo que he sugerido hasta ahora. En realidad, el éxito de la
matemática en dar explicación al mundo que nos rodea (un éxito al que Wigner
denominaba «la irrazonable eficacia de la matemática») tiene dos caras, cada
una más asombrosa que la otra. En primer lugar tenemos el aspecto, digamos,
«activo». Cuando los físicos deambulan por el laberinto de la naturaleza,
utilizan la matemática para iluminar su camino: las herramientas que emplean y
desarrollan, los modelos que construyen y las explicaciones que conjuran son de
naturaleza matemática. Aparentemente, esto es un milagro por sí mismo. Newton
observó la caída de una manzana, la luna y las mareas en las playas (aunque de
esto último no estoy muy seguro), y no ecuaciones matemáticas. Sin embargo, de
algún modo fue capaz de extraer de estos fenómenos naturales una serie de leyes
matemáticas de la naturaleza clara, concisa y de increíble precisión. De igual
modo, James Clerk Maxwell (1831-1879) amplió el campo de la física clásica para
incluir la totalidad de los fenómenos
eléctricos y magnéticos conocidos en la década de 1860, y lo hizo con tan sólo cuatro ecuaciones matemáticas. Reflexionen
un momento sobre ello. La explicación de una serie de resultados experimentales
sobre luz y electromagnetismo, cuya descripción había ocupado volúmenes
enteros, se redujo a cuatro sucintas ecuaciones. La relatividad general de Einstein es aún más extraordinaria: se trata
de un ejemplo perfecto de teoría matemática coherente y de fantástica precisión
que describe algo tan fundamental como la estructura del espacio y del tiempo.
Pero también hay un
aspecto «pasivo» de la misteriosa eficacia de la matemática, tan sorprendente
que, a su lado, el aspecto «activo» palidece en comparación. ¡Los conceptos y
las relaciones que los matemáticos exploran únicamente por razones «puras» (sin pensar en absoluto en su aplicación)
décadas (e incluso siglos) después acaban siendo las inesperadas soluciones de
problemas firmemente enraizados en la realidad física! ¿Cómo es posible?
Tomemos, por ejemplo, el divertido caso del excéntrico matemático británico
Godfrey Harold Hardy (1877-1947). Hardy estaba tan orgulloso de que su trabajo
consistiese exclusivamente en matemática pura que solía declarar con energía:[6]
«Ninguno de mis descubrimientos ha supuesto, o es probable que suponga, de
forma directa o indirecta, para bien o para mal, diferencia alguna en el
funcionamiento del mundo». Lo han adivinado: se equivocaba. Uno de sus
trabajos, redivivo[7] en forma de ley de Hardy-Weinberg (así llamada
por Hardy y el médico alemán Wilhelm Weinberg [1862-1937]), es un principio
fundamental que los genetistas utilizan en el estudio de la evolución de las
poblaciones. En términos sencillos, la ley de Hardy-Weinberg afirma que, si una
gran población se aparea de forma totalmente aleatoria (y no sufre los efectos
de mutaciones, migraciones o selecciones), la constitución genética permanece
constante de una generación a la siguiente.
Incluso el
aparentemente abstracto trabajo de Hardy en teoría
de números —el estudio de las propiedades de los números naturales— ha
hallado aplicaciones inesperadas. En 1973, el matemático británico Clifford
Cocks[8] empeló la teoría de números para crear un avance decisivo
en criptografía: el desarrollo de los códigos. El descubrimiento de Cocks
convirtió en obsoleta otra de las afirmaciones de Hardy. En su famoso libro A Mathematician's Apology, editado en
1940, Hardy declaraba: «Nadie ha descubierto aún ninguna finalidad bélica para
la teoría de números». Está claro que Hardy se equivocaba de nuevo. Los códigos
se han convertido en algo absolutamente esencial para las comunicaciones
militares. Así, incluso Hardy, uno de los más feroces críticos de la matemática
aplicada, acabó desarrollando sin querer (y probablemente protestando a gritos,
si hubiese estado vivo) teorías matemáticas útiles.
Pero esto no es más que
la punta del iceberg. Kepler y Newton descubrieron que los planetas de nuestro
sistema solar siguen órbitas en forma de elipse, las mismas curvas que, dos mil
años antes, estudió el matemático griego Menechmo (fl. ca. 350 a.C.). Las
nuevas geometrías sugeridas por Georg Friedrich Riemann (1826-1866) en una
conferencia clásica en 1854 resultaron ser exactamente las herramientas que
Einstein necesitaba para explicar el tejido del cosmos. Un «lenguaje»
matemático (la llamada teoría de grupos)
que desarrolló el joven genio Evariste Galois (1811-1832) con el único objetivo
de determinar la solubilidad de las ecuaciones algebraicas se ha convertido en
nuestros días en el idioma que los físicos, ingenieros, lingüistas e incluso
antropólogos utilizan para describir las simetrías del mundo.[9] Es
más, en cierto modo, el concepto de patrón de simetría matemático ha
revolucionado el mismo proceso de la ciencia.
Durante siglos, el
camino para comprender el funcionamiento del cosmos empezaba por un conjunto de
hechos experimentales u observables a partir de los cuales, por ensayo y error,
los científicos intentaban formular leyes generales de la naturaleza. Se
trataba de empezar por observaciones locales y, a partir de ellas, armar el
rompecabezas pieza a pieza. En el siglo XX, al descubrir que en la estructura del
mundo subatómico subyacen esquemas matemáticos bien definidos, los físicos
modernos empezaron a actuar justamente al
revés. Empiezan por los principios matemáticos de simetría, exigen que las
leyes de la naturaleza y, por supuesto, los bloques básicos que constituyen la
materia sigan determinados patrones y, a partir de estos requisitos, deducen
las leyes generales. ¿Cómo sabe la naturaleza que debe obedecer a estas
simetrías matemáticas abstractas?
En 1975 Mitch
Feigenbaum, un joven físico matemático del Laboratorio Nacional de Los Alamos,
jugaba con su calculadora de bolsillo HP-65 examinando el comportamiento de una
ecuación sencilla. Se dio cuenta de que una serie de números[10] que
aparecía en los cálculos se acercaba cada vez más a un número determinado:
4,669… Al examinar otras ecuaciones, para su asombro, vio que el mismo curioso
número volvía a aparecer. Feigenbaum llegó a la conclusión de que su
descubrimiento representaba al universal,
que en cierto modo marcaba la transición entre orden y caos, a pesar de que no
sabía explicar por qué. Como es lógico, al principio los físicos se lo tomaron
con escepticismo. Después de todo, ¿por qué iba un mismo número a caracterizar
el comportamiento de sistemas que, en principio, parecían completamente distintos?
Tras seis meses de evaluación profesional, el primer artículo de Feigenbaum
sobre el particular fue rechazado. Sin embargo, poco después, los resultados
experimentales mostraron que, al calentar helio líquido desde debajo, su
comportamiento era exactamente el predicho por la solución universal de
Feigenbaum. Y no se trataba del único sistema en comportarse así. El
sorprendente número de Feigenbaum aparecía en la transición del flujo ordenado
de un fluido al flujo turbulento, e incluso en el comportamiento del agua que
gotea en un grifo.
La lista de
«previsiones» similares hechas por matemáticos de las necesidades de diversas
disciplinas en generaciones posteriores es inagotable. Uno de los ejemplos más
insólitos de la misteriosa e inesperada interacción entre la matemática y el
mundo real (físico) lo ofrece la historia de la teoría de nudos, el estudio matemático de los nudos. Un nudo
matemático se parece a un nudo normal en una cuerda, pero con los extremos de
la cuerda empalmados. Es decir, un nudo matemático es una curva cerrada sin
cabos sueltos. Curiosamente, el impulso inicial de la teoría de nudos
matemáticos procede de un modelo incorrecto del átomo que se desarrolló en el
siglo XIX. Cuando se abandonó ese modelo —tan solo dos décadas después de su
creación—, la teoría de nudos siguió evolucionando como una recóndita rama de
la matemática pura. Increíblemente, esta abstracta empresa encontró de pronto
numerosas aplicaciones modernas en cuestiones que van desde la estructura
molecular del ADN a la teoría de cuerdas
(el intento de unificar el mundo subatómico con la gravedad). Volveré a hablar
de esta notable historia en el capítulo 8, ya que su circularidad es quizá la
mejor prueba del modo en que una rama de la matemática puede surgir del intento
de explicar la realidad física, y cómo esta rama deambula en el reino abstracto
de la matemática para, finalmente, volver de forma inesperada a sus orígenes.
¿Descubierta o inventada?
Basta la somera
descripción que he presentado hasta ahora para ofrecer pruebas concluyentes de
que el universo está gobernado por la matemática o, como mínimo, es susceptible
de ser analizado a través de ella. Como se mostrará en este libro, la práctica
totalidad de las iniciativas humanas, si no todas, parecen emerger también de
una subestructura matemática, incluso en las situaciones más inesperadas. Vamos
a examinar, por ejemplo, un caso del mundo de las finanzas, la fórmula
Black-Scholes (1973) para el precio de las opciones.[11] El modelo
Black-Scholes supuso para sus creadores (Myron Scholes y Robert Carhart Merton;
Fischer Black falleció antes de la concesión del premio) el premio Nobel de
Economía.
La ecuación principal
del modelo permite comprender la asignación de precios de las opciones (las
opciones son instrumentos financieros que permiten a los inversores comprar o
vender acciones en un momento del futuro, a precios previamente acordados).
Pero he aquí un hecho sorprendente: en el núcleo de este modelo reside un
fenómeno que los físicos habían estudiado durante décadas: el movimiento
browniano, el estado de agitación que muestran las partículas muy pequeñas,
como el polen suspendido en el agua o las partículas de humo en el aire. Por si
esto fuera poco, esa misma ecuación se aplica también a los movimientos de
centenares de miles de estrellas en cúmulos estelares, e incluso a las
partículas subatómicas observadas en un detector. ¿No es, como diría la
protagonista de Alicia en el país de las
maravillas, «curiorífico y curiorífico»? Después de todo, haga lo que haga
el cosmos, es innegable que los negocios y las finanzas son mundos creados por
la mente humana.
Vamos a fijarnos en un
problema habitual de los fabricantes de circuitos electrónicos y de los
diseñadores de ordenadores. Estos profesionales utilizan taladros láser para
practicar decenas de miles de pequeños orificios en sus placas. Para minimizar
costes, los diseñadores no quieren que su taladro se comporte como si fuese un
«turista accidental»; el problema consiste en hallar el «tour» más corto entre
orificios que pase una sola vez por cada uno de ellos. Pues bien, resulta que
los matemáticos llevan investigando este mismo problema, denominado problema del viajante, desde los años
veinte del pasado siglo. En esencia, si un viajante comercial o un político en
campaña tiene que pasar por un número determinado de ciudades y se conoce el
coste del viaje entre cada par de ciudades, el viajante debe averiguar de algún
modo cuál es la forma más barata de visitar todas las ciudades y regresar al
punto de partida. El problema del viajante se resolvió[12] para 49
ciudades de Estados Unidos en 1954. En 2004 se resolvió para 24.978 ciudades en
Suecia. En otras palabras, la industria de la electrónica, las empresas de
paquetería que calculan las rutas de sus camiones o incluso los fabricantes
japoneses de máquinas de pachinko
(que tienen que clavar millares de clavos en los tableros de este juego similar
al pinball) deben apoyarse en la
matemática para tareas simples como taladrar, planificar trayectos y crear el
diseño físico de los ordenadores.
La matemática ha hecho
acto de presencia incluso en campos que tradicionalmente no se han relacionado
con las ciencias exactas. Por ejemplo, la revista Journal of Mathematical Sociology, que llegó en 2006 a su volumen
número 30, está dedicada a la comprensión matemática de estructuras sociales
complejas, organizaciones y grupos informales. Los temas de los artículos de la
revista van desde modelos matemáticos para la predicción de la opinión pública
hasta las interacciones dentro de grupos sociales.
En la dirección
contraria —de las matemáticas a las humanidades—, el campo de la lingüística
computacional, que al principio sólo incumbía a científicos relacionados con la
informática, se ha convertido ahora en una tarea de investigación
interdisciplinaria que reúne a lingüistas, psicólogos cognitivos, lógicos y
expertos en inteligencia artificial para el estudio de la complejidad de los
lenguajes evolucionados de forma natural.
Parece como si, cada
uno de los esfuerzos de las personas por comprender acabase por sacar a la luz
los aspectos cada vez más sutiles de la matemática sobre los que se ha creado
el universo y nosotros mismos, como entes complejos. ¿Qué broma es ésta? ¿Es
realmente la matemática, como les gusta decir a los educadores, el libro de
texto oculto que el profesor utiliza para parecer más listo que nadie mientras
ofrece a sus alumnos una versión simplificada? O, utilizando una metáfora
bíblica, ¿se trata, en cierto sentido, del fruto definitivo del «árbol de la
ciencia»?
Como apunté al
principio de este capítulo, la eficacia de la matemática más allá de lo
razonable hace surgir numerosos y fascinantes enigmas: ¿existe la matemática de
forma independiente de la mente humana? Dicho de otro modo, ¿estamos
simplemente descubriendo las verdades
matemáticas, igual que los astrónomos descubren galaxias desconocidas hasta el
momento? ¿O quizá la matemática es sólo una invención
humana? Si realmente la matemática existe en algún abstracto país de nunca
jamás, ¿cuál es la relación entre este mundo místico y la realidad física?
¿Cómo es capaz el cerebro humano, con sus limitaciones, de acceder a este mundo
inmutable, más allá del espacio y del tiempo? Por otro lado, si la matemática
no es más que una invención del hombre que no existe fuera de nuestras mentes,
¿cómo podemos explicar el hecho de que la invención de tantas verdades
matemáticas se adelantó de forma milagrosa a cuestiones acerca del cosmos y de
la vida humana que ni siquiera se plantearon hasta siglos más tarde? Estas
preguntas no son fáciles de responder. Como se mostrará ampliamente en este
libro, ni siquiera los matemáticos, científicos del conocimiento y filósofos
modernos se han puesto de acuerdo en las respuestas. En 1989, el matemático
francés Alain Connes, ganador de dos de los premios con más prestigio de la
matemática, la medalla Fields (1982) y el premio Crafoord (2001) expresó su
punto de vista con claridad:[13]
Tomemos, por ejemplo,
los números primos [aquellos que sólo son divisibles por sí mismos y por la
unidad] que, por lo que a mí respecta, constituyen una realidad más estable que
la realidad material que nos rodea. El matemático de profesión se puede
comparar con un explorador que se pone en marcha para descubrir el mundo. A
partir de la experiencia se pueden descubrir hechos básicos. Por ejemplo, basta
con unos sencillos cálculos para darse cuenta de que la serie de números primos
parece no tener fin. El trabajo del matemático es entonces demostrar que,
efectivamente, hay una infinidad de números primos. Este es un resultado
antiguo, como sabemos, y se lo debemos a Euclides. Una de las consecuencias más
interesantes de esta demostración es que, si alguien afirma un día que ha descubierto
el mayor número primo que existe, será fácil demostrar que se equivoca. Esto
mismo es válido para cualquier demostración. Nos enfrentamos pues a una realidad estrictamente igual de
incontestable que la realidad física. (Las cursivas son mías).
El famoso autor de
libros de matemática recreativa Martin Gardner se alinea también con la idea de
la matemática como descubrimiento.
Para él, no cabe duda de que los números y la matemática tienen una existencia
propia, independientemente de que los hombres sepan de ella. Según su propia e
ingeniosa afirmación:[14] «Si dos dinosaurios se uniesen a otros dos
dinosaurios en un claro, habría cuatro dinosaurios, aunque no hubiese ningún
humano allí para observarlo y las bestias fuesen demasiado estúpidas para saberlo».
Tal como resaltaba Connes, los partidarios de la perspectiva de «matemática
como descubrimiento» (que, como veremos, se ajusta al punto de vista platónico)
señalan que, una vez que se comprende determinado concepto matemático, como los
números naturales 1, 2, 3, 4, … nos enfrentamos a una serie de hechos innegables, como 32 +
42 = 52 independientemente de lo que opinemos al respecto. La impresión es que estamos en contacto con
una realidad preexistente.
Otras personas no están
de acuerdo. En la crítica de un libro [15] en el que Connes
presentaba sus ideas, el matemático británico Michael Atiyah (ganador de la
medalla Fields en 1966 y del premio Abel en 2004) señalaba:
Cualquier matemático no
puede menos que simpatizar con Connes. Todos tenemos la sensación de que los
números enteros, o los círculos, existen realmente en algún sentido abstracto,
y el punto de vista platónico (que se describirá en detalle en el capítulo 2)
es terriblemente seductor. Pero ¿podemos realmente defenderlo? Si el universo
fuese unidimensional, o incluso discreto, parece difícil concebir cómo podría
haber evolucionado la geometría. Parece que con los números enteros el terreno
en el que pisamos es más sólido, que contar es un concepto realmente
primordial. Pero imaginemos que la inteligencia no se hubiese desarrollado en
el hombre, sino en una especie de medusa colosal, solitaria y aislada en los
abismos del océano Pacífico. Este ente no tendría experiencia alguna de los
objetos individuales, ya que sólo estaría rodeado de agua. Sus datos
sensoriales se reducirían a movimiento, temperatura y presión. En este continuo
puro, el concepto de discreto no podría surgir ni, por consiguiente, habría
nada que contar.
Atiyah, por lo tanto,
cree que «el Hombre ha creado la
matemática mediante la idealización y abstracción de elementos del mundo
físico». El lingüista George Lakoff y el psicólogo Rafael Núñez piensan lo
mismo. En su libro Where Mathematics
Comes From, su conclusión es que «la matemática es una parte natural de la
condición humana. Surge de nuestros cuerpos, nuestros cerebros y nuestra
experiencia cotidiana del mundo». (La cursiva es mía).
El punto de vista de
Atiyah, Lakoff y Núñez suscita otra interesante pregunta. Si la matemática es
por completo una invención del hombre, ¿es realmente universal? En otras palabras, si existen civilizaciones
extraterrestres, ¿inventarían la misma matemática? Carl Sagan (1934-1996)
pensaba que la respuesta a esta pregunta era afirmativa. En su libro Cosmos, al comentar qué tipo de señales
transmitiría al espacio una civilización inteligente, decía: «Es muy improbable
que cualquier proceso físico natural pueda transmitir mensajes de radio que
sólo contengan números primos. Si recibiéramos un mensaje de este tipo
deduciríamos que allí fuera hay una civilización que por lo menos se entusiasma
con los números primos». Pero ¿cuál es la certeza de esta afirmación? En su
reciente libro A New Kind of Science,
el físico matemático Stephen Wolfram sostiene que lo que llamamos «nuestra
matemática» puede representar una única posibilidad dentro de una amplia
variedad de posibles «sabores» de la matemática. Por ejemplo, en lugar de
utilizar reglas basadas en ecuaciones matemáticas para describir la naturaleza,
podríamos utilizar tipos distintos de reglas en forma de programas de ordenador
simples. Es más, algunos cosmólogos han comentado recientemente la posibilidad
de que nuestro universo no sea más que uno de los miembros de un multiverso, un inmenso conjunto de
universos. Si ese multiverso existe realmente, ¿acaso esperamos que la
matemática sea la misma en los otros universos?
Los biólogos
moleculares y los científicos cognitivos traen su propia perspectiva a la
palestra a partir de los estudios de las facultades del cerebro. Para algunos
de estos investigadores, la matemática no difiere en realidad demasiado del lenguaje. En otras palabras, en este
escenario «cognitivo», después de eones de observar dos manos, dos ojos y dos
pechos, ha surgido una definición abstracta del número 2, de un modo similar a
como la palabra «ave» ha llegado a representar a numerosos animales de dos alas
que vuelan. Como dice el neurocientífico francés Jean-Pierre Changeux:[16]
«Para mí, el método axiomático [que se utiliza, por ejemplo, en geometría
euclidiana] es la expresión de la conexión de las facultades cerebrales con el
uso del cerebro humano, ya que aquello que caracteriza al lenguaje es
precisamente su carácter generativo». Pero, si la matemática no es más que otro
lenguaje, ¿cómo se explica el hecho de que numerosos niños encuentren
dificultades en su estudio, a pesar de la facilidad de los niños para el
estudio de idiomas? La niña prodigio escocesa Marjory Fleming (1803-1811)
describió de una forma muy graciosa el tipo de dificultades que los estudiantes
sufren con las matemáticas. Fleming, que no llegó a ver su noveno cumpleaños,
dejó escritos diarios con más de 9.000 palabras en prosa y 500 líneas en verso.
En cierto momento se queja: «Ahora les voy a hablar de los horribles y
condenados apuros que me dan las tablas de multiplicar; ni se lo imaginan. Lo
más infernal del mundo es siete por siete y ocho por ocho; ni la misma
naturaleza es capaz de soportar eso».[17]
Algunos de los
elementos de las complejas cuestiones que he planteado se pueden reformular:
¿hay alguna diferencia fundamental entre la matemática y otras formas de
expresión de la mente humana, como las artes visuales o la música? Si no es
así, ¿por qué la matemática está dotada de una impresionante coherencia y
regularidad que no parece existir en ninguna otra creación humana? Por ejemplo,
la geometría de Euclides es igual de correcta en nuestros días (dentro de su
campo de aplicación) como lo era en el año 300 a.C.; representa «verdades» que
son obligatorias. En cambio, no
sentimos obligación alguna de escuchar la misma música que escuchaban los
antiguos griegos, ni de estar de acuerdo con el ingenuo modelo cósmico de
Aristóteles.
Muy pocas disciplinas
de la actualidad emplean ideas que tienen tres mil años de antigüedad. Por otra
parte, las últimas investigaciones en matemática pueden hacer referencia a
teoremas publicados el año pasado, pero también utilizar la fórmula de la
superficie de una esfera que Arquímedes demostró alrededor del año 250 a.C. El
modelo de nudos del átomo del siglo XIX apenas sobrevivió dos décadas, porque
los nuevos descubrimientos demostraron que determinados elementos de la teoría
eran erróneos. Así es como avanza la ciencia. Newton compartió la fama (¡o no!,
véase el capítulo 4) de su colosal visión con los gigantes sobre cuyos hombros
se alzó. También podría haberse disculpado con los gigantes cuya obra convirtió
en obsoleta.
Pero la matemática no
funciona así. Aunque el formalismo necesario para demostrar determinados
resultados haya cambiado, los resultados
matemáticos en sí no cambian. De hecho, como dice el matemático y escritor Ian
Stewart, «en matemáticas hay una palabra para referirse a los resultados
antiguos que han cambiado: se llaman simplemente errores».[18] Y los errores no se reconocen como tales a
causa de nuevos descubrimientos, como sucede en las demás ciencias, sino por un
examen más riguroso de las mismas viejas verdades matemáticas. ¿Convierte esto
a la matemática en la lengua propia de Dios?
Si opina que no es tan
importante averiguar si la matemática es inventada o descubierta, tenga en
cuenta lo tendencioso de la diferencia entre «inventado» y «descubierto» en
esta pregunta: ¿Dios ha sido inventado o descubierto? O, para más provocación:
¿creó Dios a los hombres a Su imagen y semejanza, o los hombres inventaron a
Dios a imagen y semejanza de ellos?
En este libro
intentaremos dar respuesta a estas fascinantes preguntas (y algunas otras más).
En el proceso, repasaremos algunas de las conclusiones obtenidas a partir de la
obra de algunos de los grandes matemáticos, físicos, filósofos, científicos del
conocimiento y lingüistas de la actualidad y de tiempos pasados. Buscaré
también las opiniones, advertencias y reservas de numerosos pensadores de la
actualidad. Vamos a iniciar este sugestivo periplo con la revolucionaria, aunque
algo vaga, perspectiva de algunos de los filósofos de la Antigüedad.
Continua en ...
¿Es Dios un Matemático? Mario Livio 2009 Capitulo II Místicos: el numerólogo y el filósofo (I )Pitagoras
[2] Einstein 1934.
<<
[3] Hobbes l651. <<
[4] Penrose comenta de
forma sublime estos «tres mundos» en Penrose 1989 y Penrose 2004. <<
[5] Wigner 1960. Volveré
diversas veces a este artículo en el transcurso del libro. <<
[6] Hardy 1940. <<
[7] Para un comentario
sobre la ley de Hardy-Weinberg en su contexto véase, por ejemplo, Hedrick 2004.
<<
[8] En 1973, Cocks inventó
lo que se ha popularizado con el nombre de algoritmo de cifrado RSA, pero en
aquel momento era secreto. Años después, R. Rivest, A. Shamir y L. Adleman del
MIT reinventaron el algoritmo de forma independiente. Véase Rivest, Shamir y
Adleman 1978. <<
[9] Se puede hallar una
descripción para profanos de la teoría de grupos y su historia en Livio 2005.
<<
[10] Véase Gleick 1987 para
una descripción divulgativa de la aparición de la teoría del caos. <<
[11] Black y Scholes 1973.
<<
[12] En Applegate et al. 2007 se ofrece una soberbia
(aunque técnica) descripción del problema y de sus soluciones. <<
[13] Changeux y Connes 1995.
<<
[14] Gardner 2003. <<
[15] Atiyah l995. <<
[16] Changeux y Connes
1995. <<
[17] Véase, por ejemplo,
Wallechinsky y Wallace 1975-1981 para una breve biografía de Marjory Fleming.
<<
[18] Stewart 2004. <<
1 comentario:
Hola:
Encuentro en el fragmento del libro de Livio un error recurrente: "las cuatro ecuaciones de Maxwell".
James Clerk Maxwell (13/06/1831 - 05/11/1879)escribió originalmente veinte ecuaciones en cuaterniones, que son unos números hipercomplejos que constituyen el primer ejemplo de un cuerpo no conmutativo. Posteriormente, él mismo redujo estas veinte ecuaciones a trece y murió.
Oliver Heaviside (18/05/1850 - 03/02/1925) conoció el trabajo monumental de Maxwell, pero no sabía nada de cuaterniones. Sin embargo, comprendió que era algo realmente trascendente y necesario, por lo que dedicó dos años a su estudio, a fin de entender mejor esas ecuaciones.
Cuando Maxwell murió, no quiso que tan importante trabajo pudiera perderse o quedar inconcluso; de tal forma que se puso a trabajar conjuntamente con Josiah Willard Gibbs (11/02/1839 - 28/04/1903)para resumir esas ecuaciones, pero reformulándolas en el lenguaje del cálculo vectorial. También Heinrich Rudolf Hertz (22/02/1857 - 01/01/1894) trabajó de manera independiente en el mismo propósito.
Pero el trabajo de Heaviside y Gibbs hizo caso omiso de la parte escalar de los cuaterniones, por lo que la formulación resumida de las cuatro ecuaciones no es enteramente equivalente al desarrollo original de Maxwell. En su época creó algunas reacciones de parte de discípulos de Maxwell. Alguno de ellos calificó a Heaviside de "maxweliano apóstata".
En realidad, las cuatro ecuaciones de Maxwell no son tales, sino que deberían llamarse "la visión de Heaviside-Gibbs de las ecuaciones de Maxwell", o algo similar.
Cordiales saludos.
Publicar un comentario